Yoli era una niña muy feliz de siete años que vivía justo encima de la dulcería donde su madre vendía a todo el mundo todo tipo de golosinas.
Todos los niños y niñas del pueblo conocían su tienda, pues allí sus madres compraban las rosquillas, las empanadas, los donuts e incluso, los bollicaos.
Muy cerca del pueblo había un frondoso bosque de robles al que nadie se atrevía a entrar, unos decían que estaba encantado, otros que habían escuchado grandes gemidos en la noche, y otros que allí vivían extrañas criaturas que se comían a todo aquel que se aventuraba en sus dominios.
Lo cierto es que aquel bosque no estaba encantado ni nada parecido, lo único que ocurría es que allí vivía un oso que le había quitado las cestas de comida a los pocos excursionista que se habían aventurado a entrar y que cuando se quedaba sin cena, se quejaba dando grandes gemidos del hambre que tenía.
Aquel oso era algo especial, era muy, muy goloso. Le encantaban los bollos, las medias lunas, las rosquillas. Ocurría que como se había corrido la voz de que aquel bosque estaba encantado, cada vez eran menos los excursionistas a los que poder quitarles sus meriendas, y cada vez eran más las noches en que se quedaba sin cena y gemía hasta quedarse dormido.
Como tenía mucha hambre, había cogido una mala costumbre, por la noche, cuando todos dormían, bajaba hasta el pueblo, entraba por la ventana a la dulcería de la madre de Yoli y comenzaba a comerse todos los dulces que habían preparado.
Cada vez que ocurría, todos en la casa se asustaban mucho por los ruidos y golpes que escuchaban, y como tenían miedo, se escondían debajo de las sábanas.
A la mañana siguiente se encontraban la dulcería revuelta, con todas las bandejas por el suelo y con la mayoría de los dulces mordisqueados.
La madre de Yoli estaba harta de que la misma historia se repitiese cada noche y decidió dar un escarmiento al responsable de semejante desbarajuste.
Compró un gran bote de pimienta, guindillas, espuma de afeitar y pegamento. Empezó a hacer las tartas, pero en lugar de azúcar, echaba mucha, mucha pimienta, en lugar de merengue, hacía unos pasteles con espuma de afeitar, les metía una guindilla picante dentro y en lugar de untar los donuts con chocolate los untaba con pegamento superfuerte.
El oso goloso no tenía ni idea de las maquinaciones de la madre de Yoli y aquella noche bajó como tantas otras, creyendo que iba a darse un empacho de aquellos dulces tan buenos.
Entró por la ventana y se dirigió directo a las tartas, cuando les dio el primer mordisco, los colores se le subieron a la cabeza, se puso colorado como un tomate y con muchísimo esfuerzo se tragó aquel trozo de tarta tan extraño.
Dejó las tartas y se dirigió a los pasteles de merengue, los cogía de cinco en cinco y se los iba metiendo en su enorme boca , tragando y tragando sin parar. Cuando las guindillas salieron en su estómago de la espuma de afeitar empezaron a darle una una fuerte dolor de barriga y unas ganas enormes de eructar, pero ante su sorpresa, cada vez que lo hacía comenzaban a salir de su boca más y más pompas de jabón.
El oso goloso ya no tenía muchas ganas de seguir comiendo aquellos dulces tan indigestos, pero entonces vio sobre el mostrador una bandeja repleta de donuts, su dulce preferido, cogió uno con cada mano y se los llevó a su enorme boca.
¡Uhmmm! ¡ummmm! ¡ummmmm! – gemía desesperado. Los donuts con pegamento se le había quedado pegados en las manos y en los dientes y ahora ya no podía abrir la boca, ni soltar los donuts.
Yoli y su madre escucharon los gemidos del pobre oso goloso y bajaron armadas con escobas para terminar de escarmentar al intruso comilón.
Cuando vieron al oso goloso revolcándose por el suelo, colorado como un tomate, echando pompas de jabón por los agujeros de la nariz y con los donuts pegados en las manos y en los dientes, se echaron a reir y dejaron las escobas en el suelo.
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Te está bien empleado por goloso – le decía Yoli.
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Por favor, soltadme, no volveré a hacerlo más. – parecía decir el oso.
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Está bien, si prometes que nunca más volverás a entrar a robar dulces te soltaremos – decía la madre de Yoli.
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Lo prometo – decía el oso goloso.
Yoli y su madre ayudaron a despegarle los donuts y le dieron una buena sopa y un zumo de limón, hasta que se le pasó la indigestión que aquellos dulces le habían causado.
A partir de entonces el oso goloso dejó de bajar por las noches a comerse los dulces, pero como se había hecho muy amigo de Yoli, bajaba a jugar con ella y su madre, que les preparaba una merienda para chuparse los dedos.
Cuando todos en el pueblo se enteraron de que el bosque ni estaba encantado ni nada, comenzaron a ir otra vez de excursión y cuando veían al oso goloso, en lugar de salir corriendo, le invitaban a merendar con lo que le oso goloso empezó a tener muchos amigos y dejó de quitarles las meriendas a los excursionistas y a gemir de hambre por las noches.
Marce